La castidad matrimonial
Creados por amor y para el amor, el hombre y
la mujer llevan en sí la natural inclinación a la felicidad. Una felicidad que,
"a imagen y semejanza" de Dios, se articula en torno al amor y se
alcanza con el progresivo don de sí mismos. Dar y recibir amor es el camino y
el fin de la perfección humana.
La felicidad perfecta de Dios se manifiesta
en su infinita liberalidad. El dar y el darse divinos constituyen la raíz del
universo -incluido el hombre-; y de esa increíble intervención de Dios a favor
del hombre caído por el pecado, que es la Redención. Cristo mismo, haciéndose
don para la Iglesia, se erige en camino hacia su destino definitivo. La
Eucaristía es la máxima expresión de esa donación de Cristo.
El amor humano, imitando el don de Dios, va
ascendiendo por la escala de la generosidad: desde el amor de concupiscencia
(amor egoísta que busca el propio bien), al amor de benevolencia (amor generoso
que, buscando el bien ajeno, da lo que posee), hasta el amor de amistad (en que
el bien ofrecido es el amante mismo: el darse del propio yo).
En tal contexto, el amor conyugal puede
considerarse como la cúspide del amor de amistad. En él, la entrega del amante
es total, sin reservas: encontrando la propia felicidad en hacer feliz al otro
con el don de sí mismo (cfr. Humanae vitae, 9).
"De ahí la absoluta necesidad de la
virtud de la castidad... energía espiritual que sabe defender al amor de los
peligros del egoísmo y promoverlo hacia su plena realización" (Familiaris
consortio, 33).
EL
SIGNIFICADO DE LA SEXUALIDAD HUMANA
El hombre es espíritu encarnado. La persona
humana no se da en abstracto, sino en forma masculina o femenina. La sexualidad
es una característica esencial de la persona: sólo se es persona siendo varón o
mujer. Por ello, en cierto sentido, cada persona es "incompleta":
está creada para ser en comunión con la del sexo diferente. Esto no significa
que los solteros o célibes sean incompletos como persona, sino que la plenitud
de la unidad humana se alcanza en ese darse y recibir del amor. Pero, al no ser
únicamente cuerpo, el don de sí es don de la entera persona, no sólo de su
dimensión sexuada
Desde el punto de vista genital, la
consumación de la sexualidad se abre, por sí misma, al hijo. Pero igual que
antes, al tratarse de personas, el hijo no es tanto el resultado de un acto
físico, sino "sacramento -fruto visible- del don del amor" (Livio
Medina, en Amor conyugal y santidad). La fecundidad, que no es debida, es pues
un don: la bendición de Dios al darse en plenitud de los cónyuges; bendición
que puede llegar también por otros caminos, en el caso de matrimonios
naturalmente infecundos. El amor alcanza, así, la cualidad oblativa propia del
amor más noble.
Por ello, la plena relación sexual entre
hombre y mujer sólo debe tener lugar en el ámbito del matrimonio, único y para
siempre. "Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer,
y serán una sola carne" (Gen. 2,24). Se trata de una entrega tan completa
que debe verse amparada por una institución natural que la proteja. Lo
contrario dejaría desguarnecido de toda seguridad ese amor que, por su misma
naturaleza, es definitivo: no cabe amar de verdad para una temporada, ni
compartir tal amor con otros; esto desvirtuaría las relaciones conyugales,
dejándolas reducidas a un mero pasatiempo corporal.
La unidad de cuerpo y espíritu conduce a que
ese amor entre hombre y mujer se exprese corporalmente; incluso el llamado
"amor platónico" tiende por sí a las manifestaciones corporales. Pero
esto tiene una contrapartida importante: no es posible hacer un uso frívolo de
la sexualidad, sin comprometer de alguna manera la parte superior y
trascendente del hombre (cfr. FC, 11). Quien plantea el sexo como un juego,
acaba esterilizando las fuentes más hondas del amor. Si no se corrige, su
capacidad de amor de amistad y de benevolencia quedará progresivamente
agostada. Sólo desarrollará el amor de concupiscencia; y el egoísmo que éste
multiplica le impedirá radicalmente alcanzar la felicidad que pretende buscar
al fomentar el placer.
La virtud de la castidad, al integrar la
sexualidad en el conjunto de la persona, defiende la unidad interior del hombre
(cfr. Catecismo de la Iglesia, 2337) y se muestra como una escuela de
crecimiento en la caridad, resumen de todo deber del hombre con Dios y con su
prójimo.
El matrimonio, cauce para la expresión de
donación total
La institución natural que garantiza la
estabilidad necesaria para el amor, protegiendo sus derechos y deberes, es la
familia basada en el matrimonio: un acuerdo entre hombre y mujer para compartir
en exclusiva la vida entera. Aún con diferentes fórmulas jurídicas, todos los
pueblos han reconocido la familia y el matrimonio como cuestiones básicas de su
cultura.
El matrimonio es el ámbito donde las
relaciones conyugales resultan lícitas y honestas (cfr. Gaudium et Spes, 49).
Fuera de él, la moral cristiana desaprueba las relaciones sexuales, aún en el
caso de existir un cariño sincero y una intención futura de contraer
matrimonio.
Dentro del matrimonio, las relaciones íntimas
son fuente y manifestación del amor: "significan y fomentan la recíproca
donación con la que (los esposos) se enriquecen mutuamente" (Ibid., 9).
Llevadas a cabo con rectitud favorecen las virtudes básicas de la vida
cristiana y colaboran en la madurez humana y espiritual de la persona. Esta
rectitud interior, sin embargo, marca también unos límites a la propia
conciencia; como en tantos otros ámbitos de la vida no todo lo que se puede
hacer, se debe hacer. La castidad en su aspecto conyugal, ayuda a delimitar lo
que es propiamente acto virtuoso de lo que no lo es.
Los actos conyugales, como expresión de
donación y amor generoso, deben anteponer siempre el bien y la voluntad ajena a
la propia (cfr. HV, 9). En este sentido, cada cónyuge tiene la obligación en justicia
de acceder a la petición razonable del otro. Negarse sistemáticamente, o hacer
muy difícil la relación, puede ser un pecado contra la justicia debida a quien
tiene el derecho -por contrato conyugal- sobre el propio cuerpo.
Dios está presente en todas las relaciones
humanas, también en las conyugales. Quiere esto decir que no será lícito
aquello que ofenda a Dios por atentar contra su voluntad que, en este caso, se
manifiesta a través de la naturaleza propia de la sexualidad humana y de sus
condiciones anatómicas y fisiológicas. Contradice por tanto la ley de Dios todo
acto hecho contra-natura: de una manera no adecuada a lo que es el natural modo
de ejercitar la sexualidad.
La razón, volviendo al principio, es que un
acto de este tipo no estaría guiado por el amor, sino por un egoísmo capaz de
anteponer el capricho personal al bien natural establecido por Dios. Por eso
iría contra la virtud de la castidad.
Vida familiar y relaciones conyugales
La vida familiar es compleja. El mismo amor
esponsal no se reduce a las relaciones íntimas entre cónyuges. El día a día de
la convivencia familiar está hecho de pequeños detalles que pueden acrecentar o
consumir el amor. El trato delicado, el respeto hacia el otro, la memoria de
sus gustos, evitar lo molesto..., contribuye a que el amor discurra por cauces
pacíficos y saludables. Por el contrario, las intemperancias, los desprecios y
en casos extremos la violencia verbal o física, hacen difícil la continuidad
del amor.
¿Tienen algo que ver estas actitudes con la virtud
de la castidad? Un antiguo refrán castellano dice: "en la mesa y en el
juego se conoce al caballero"; lo cual podría aplicarse en mayor medida a
las relaciones conyugales. No se trata aquí ya de una moral minimalista -de lo
que es pecado o no-, sino de ver cómo las relaciones conyugales pueden
enriquecer el amor matrimonial. Por principio, el amor se expresa y crece en la
mutua relación y donación; pero si ésta reúne determinadas condiciones, el
progreso será señaladamente mayor.
Hay que tener en cuenta que en cualquier acto
conyugal intervienen dos personas, con las diferencias psíquicas y
caracteriológicas correspondientes. Será imprescindible, pues, articular la
relación sobre la generosidad: no buscar tanto la propia satisfacción, sino la
de la persona que se ama. Y decir "satisfacción" no se refiere sólo
al placer físico, sino a un conjunto numeroso de condiciones que contribuyen a
la felicidad ajena: la delicadeza, el respeto por su libertad, conocer sus
gustos, la perspicacia para captar su estado de ánimo, etc.
Unas relaciones conyugales así vividas, no
sólo unen más a los esposos, sino que influyen positivamente en toda la vida
familiar. La comprensión mutua, el deseo de ayudarse unos a otros, el esfuerzo
por superar el propio egoísmo, etc., mejorarán paralelamente al progreso de la
generosidad en las relaciones íntimas del matrimonio.
La castidad, por tanto, no se limita sólo a
las cuestiones pecaminosas sino, antes, a tantos detalles menores que conducen
"al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y
ternura de Dios" (Catec., 2346). De nuevo, caridad y castidad crecen
siempre de la mano.
Un camino de santidad
Por ello, el matrimonio -con todo lo que
incluye- es un camino cierto de santidad cristiana. El sacrificio es uno de los
ingredientes del seguimiento de Cristo, y se da en el matrimonio cada vez que
uno de los cónyuges se olvida de sí mismo (sus gustos, sus intereses) para
atender las necesidades del otro o de los hijos.
En las mismas relaciones matrimoniales,
realizadas como antes señalábamos, se encontrarán no pocas ocasiones de
mortificar las propias apetencias para preocuparse del otro. Serán sacrificios
habitualmente menudos, ordinarios, pero no por ello menos importantes en orden
a la santidad de los fieles cristianos corrientes.
Esto incide en una cualidad fundamental de la
castidad cristiana: no se trata de un ejercicio ascético de renuncia; en su esencia
es un don de Dios. Ciertamente supone lucha, como toda virtud moral; pero es
gracia que el Espíritu Santo concede en el bautismo y en el sacramento del
matrimonio (Catec., 2345). De ahí la necesidad absoluta de la oración humilde
para pedir a Dios la virtud de la castidad (cfr. Juan Pablo II, Enchirid.
familiae, V, 4197).
Los hijos, fruto de la donación total
Cuando el amor y sus manifestaciones son
rectos, el fruto natural de él son los hijos. La apertura a los hijos es, por
ello, la garantía de licitud de todo acto conyugal. Lo cual no quiere decir
lógicamente que cada acto sea generador, sino que no se deben poner obstáculos
intencionados para evitarlo.
Así planteado, surge la cuestión acerca del
número de hijos que debe aceptar un matrimonio. En texto paralelo se habla con
más detalle de la paternidad responsable. Aquí repetimos que los hijos son un
don de Dios: premio a la generosidad del amor de los padres y vehículo para que
éstos reflejen la paternidad divina (cfr. FC, 14).
Criar y educar a los hijos tiene sus
dificultades, como cualquier cometido; pero también tiene sus grandes
satisfacciones. No es cierto que sea más fácil educar a un hijo que a muchos;
ni que se le haga más feliz al proporcionarle más juguetes que hermanos. Las
familias numerosas suelen ser, con mucho, las más alegres -aunque quizá
dispongan de menos cosas materiales-; de tal manera que es bastante habitual
que una casa con muchos hijos sea centro de atracción de numerosos amigos y
amigas, que no encuentran en su hogar ese algo especial que tienen las familias
numerosas.
Las dificultades
Es evidente que todo lo reseñado presenta
dificultades. Las particularidades del mundo fomentan el egoísmo: hedonismo,
consumismo, etc. Alcanzar, en este contexto, un amor generoso que lleve a dar y
a darse sin buscar recompensa, presenta ciertamente obstáculos nada
despreciables.
Vivir la castidad en las relaciones
conyugales entre las constantes incitaciones actuales al erotismo (películas,
conversaciones, relaciones sociales), siendo fiel al propio cónyuge sin dar
cabida -ni de pensamiento- a la infidelidad matrimonial, tampoco es fácil. Lo
mismo que no lo es resistir las fuertes campañas oficiales organizadas -con
excusas sanitarias engañosas- a favor de sistemas contraconceptivos de diverso
tipo.
En todos estos casos, vivir la castidad
-fuera y dentro del matrimonio- supone caminar contra-corriente de las modas y
estilos imperantes. El entorno social es, en muchas ocasiones, la primera
fuente de prejuicios o escarnios; por ejemplo, ante un número elevado de hijos.
Lo cual se suma a las dificultades económicas que frecuentemente conlleva una
familia numerosa.
Los obstáculos, pues, existen y sería una
ingenuidad ignorarlos. Ante ellos la solución es aumentar la confianza en Dios
y pedir con constancia la ayuda de su gracia. En el terreno práctico, esta
actitud conduce a reforzar la vida cristiana (oración y sacramentos); a mejorar
la propia formación en la fe (estudio y dirección espiritual); a luchar en los
pequeños detalles (imaginación, curiosidad, pudor) que, sin llegar quizá a
pecado, fomentan la sensualidad desordenada; a buscar un ámbito o comunidad
cristiana de referencia -parroquia, instituciones- que ayuden a una familia a
sentirse acompañada y apoyada por quienes participan del mismo ideal de
santidad, etc.
Toda virtud se fortalece ante las
dificultades. La castidad también. Con la ayuda de Dios, esos obstáculos se
convertirán en ocasión de acrisolar la santidad personal a la que estamos
llamados por cristianos.
El futuro de la Iglesia y de la humanidad
En los inicios del tercer milenio cristiano,
Juan Pablo II pone su esperanza en Dios. Pero a continuación señala a la
familia como germen imprescindible para la renovación de la Iglesia y del mundo
en los próximos siglos. Pero ha de ser una familia fundada sobre el amor: un
amor generoso, total, desprendido de sí; es decir un amor casto.
PATERNIDAD
RESPONSABLE
En no pocos matrimonios la cuestión de la
castidad conyugal se vincula subjetivamente al número de hijos que están
dispuestos a tener. La licitud en la limitación de los hijos, primeramente; y
los métodos para conseguirlo, en segundo lugar; provocan los mayores
interrogantes morales a los esposos católicos. También las discordantes
respuestas que encuentran, a veces, en algunos teólogos y sacerdotes, les
producen no pequeño desconcierto.
Como definición "la paternidad
responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa
de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves
motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante
algún tiempo o por tiempo indefinido" (Humanae vitae,10).
La primera matización, por tanto, es que
paternidad responsable no necesariamente coincide con paternidad reducida o
escasa. Puede ser igualmente responsable la paternidad numerosa: dependerá de
las circunstancias. No obstante, es muy frecuente que un matrimonio se
pregunte: ¿podemos limitar -de acuerdo con la moral católica- el número de
hijos a uno, dos, tres…?
La constante advertencia de la Iglesia es que
el amor auténtico es siempre generoso y que "todo acto matrimonial debe
quedar abierto a la transmisión de la vida" (HV, 11), que "es siempre
un don espléndido del Dios de la bondad" (Familiaris consortio, 30).
"Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada
sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede
romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador" (HV, 12).
La decisión sobre el número de hijos
A pesar de esto, la Iglesia, como madre que
es, hace suyas las dificultades de algunos esposos para criar, alimentar y
educar un número elevado de hijos (cfr. Carta a las Familias, 12). En esos
casos difíciles puede legitimarse una regulación de la natalidad, que sea
conforme con la vocación de toda persona al amor y respete lo indicado sobre la
inseparabilidad entre la dimensión unitiva y procreativa del acto conyugal.
La decisión de limitar el número de hijos
queda remitida a la conciencia de los esposos. Una conciencia que deberá ser
recta -sin egoísmos que la desfiguren-, bien formada -conocedora de los
criterios morales- y que valore con justicia las razones que le mueven a esa
limitación.
Tales razones no pueden ser banales. Deben
existir "graves motivos" (HV, 10), o "razones justificadas"
(Catecismo, 2368), que hagan aconsejable el retraso de un nuevo nacimiento.
Está en juego la vida de una persona humana y eso es algo muy serio: "sólo
la persona es y debe ser el fin de todo acto" (Carta a F., 12). No es
suficiente, por tanto, un superficial convencimiento subjetivo; los padres
"deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es
conforme a la justa generosidad" (Catec., 2368); y esto requerirá habitualmente
el consejo experimentado de alguien conocedor de las circunstancias y de la
alta vocación a la santidad a que son llamados los fieles cristianos y sus
familias.
Además, los motivos pueden cambiar con el
tiempo, lo que llevará a los esposos a replantearse la validez de su decisión
cuando se modifiquen las circunstancias.
Los medios a emplear
En el caso de que una responsable paternidad
oriente a un matrimonio a limitar el número de hijos, los esposos se plantean
inmediatamente qué medios pueden emplear con tal fin. Sobre ello la doctrina de
la Iglesia es clara y unánime. Así como la decisión sobre el número de hijos
queda en manos de la conciencia recta de los cónyuges, los medios están
definidos por la moral católica.
"Toda acción que, o en previsión del
acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la
procreación" es intrínsecamente deshonesta (HV, 14). Es decir, resultarán
pecaminosos: toda interrupción voluntaria del acto conyugal; la esterilización
-física o farmacológica- de la mujer o del varón; los instrumentos -diafragmas,
preservativos- o substancias químicas que impiden el natural desarrollo del
acto.
También toda acción dirigida, no al acto en
sí, sino contra la vida que pudiera concebirse después del mismo: DIU y
"píldora del día siguiente" (cuyos efectos "pueden" ser
abortivos, aunque sean microabortos); y la píldora RU-486 y el llamado
"aborto terapéutico" (que pretenden directamente el aborto).
Cualquier aborto constituye un pecado gravísimo contra el quinto mandamiento,
más grave que los pecados contra sólo la castidad.
"En cambio, cuando los esposos, mediante
el recurso a periodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los
significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como
ministros del designio de Dios y se sirven de la sexualidad sin manipulaciones
ni alteraciones" (FC, 32).
Este recurso a la infertilidad natural es
lícito en sí mismo y "conforme a los criterios objetivos de la
moralidad" (Catec., 2370), cuando se dan las razones serias que hemos
citado. En la actualidad se ha progresado en el conocimiento y detección de
esos periodos infecundos, de modo que los matrimonios cristianos pueden
recurrir a ellos -temporalmente o de modo permanente- cada vez con mayor
certidumbre.
Una aclaración capital
La diferencia de licitud entre ambos sistemas
no se basa en que sean dos maneras diferentes (artificial y natural) de
alcanzar un mismo fin, sino que hay una "diferencia antropológica y al
mismo tiempo moral" entre la contracepción y el recurso a los ritmos
temporales de infecundidad. Diferencia "que implica dos concepciones de la
persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí" (FC, 32).
Lo que señala la diferencia es la
intencionalidad: el objeto del acto. Una esterilización artificial puede ser
lícita cuando es, por ejemplo, para curar un proceso canceroso. En cambio una
decisión tan natural como el "coitus interruptus", es ilícita por el
objetivo que persigue.
Un amor conyugal no es casto cuando pretende
romper la unidad de aquellos dos significados fundamentales del acto
matrimonial. En cambio, puede ser casto si simplemente se abstiene del uso de
las relaciones íntimas en determinados periodos de la fisiología femenina. Si
hay razones suficientes, esta continencia es un modo de vivir la
responsabilidad que Dios puede pedir a algunos padres.
Esa continencia periódica en el uso del
derecho matrimonial, realizada con sentido cristiano, lejos de enfriar el amor
entre los esposos, contribuirá a acrecentarlo al compartir gozos y
sufrimientos; fomentando un diálogo personal y esponsal que acrisolará su amor
purgándolo de egoísmos particulares.
La invitación de Dios a la santidad en el
matrimonio, comunica a los esposos la gracia necesaria para afrontar las
diversas dificultades de la vida -también el esfuerzo por vivir la castidad-
con paz y alegría, convirtiéndolas en ocasión de progreso espiritual y de perfeccionamiento
humano.